Un nuevo mes llega a su fin y las puertas de ingreso a la primavera cada vez están más cerca. De a poco nos iremos despidiendo del invierno y con él de los meses que se volvieron más fríos, críticos y desesperanzadores para muchas organizaciones, familias y personas, fundamentalmente como consecuencia del omnipresente Covid-19.
Los resultados están a la vista de lo que pasamos en los primeros meses de la pandemia: en el periodo abril-junio, de acuerdo a un informe del Banco Central (BCU), el Producto Interno Bruto (PIB) cayó 10,6% en comparación con el mismo trimestre de 2019, al tiempo que la contracción de la actividad desestacionalizada -frente al trimestre anterior- fue de 9%.
El impacto del coronavirus en la economía se ha traducido en niveles a la baja en los índices de empleo, que implica que personas y familias se estén ajustando el cinturón y reduzcan sus niveles de gasto e inversión. La crisis en la que estamos no será una más, puesto que llegó para acelerar y consolidar la hibridación entre presencialidad y virtualidad, lo cual lamentablemente significará para muchas personas el final de sus puestos de trabajo y la necesaria recalificación, reconversión y/o reinvención para lo que la empleabilidad signifique en el futuro próximo.
El Covid-19 nos acercó rápidamente un mundo que estaba entre nosotros pero que evitábamos mirar de frente. Ahora la incertidumbre ha adquirido la mayoría de edad y trajo consigo a la volatilidad y la complejidad, constituyendo todo esto un desafío para las organizaciones que quieren no solo mantenerse en pie sino también prosperar.
Para navegar en un mundo inestable e incierto como el actual y el que se avecina, las organizaciones necesitan conjugar como nunca antes dos palabras: estabilidad y dinamismo. Las organizaciones han de ser pensadas como organismos vivos o redes de personas y equipos en permanente movimiento que, asimismo, cultiven la resiliencia, la eficiencia, el no endeudamiento y más que nada el compromiso social.